Escribe Norberto Gimelfarb
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                                   Retrato del jazzófilo cachorrito (1953-1958)
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   Allá por diciembre de 1953, en plenas vacaciones de verano, acababa de cumplir 12 años y me las daba de intelectual.
   Leía a más no poder. Cierto día de diciembre, sin embargo, no tenía ganas de nada y  me aburría como una ostra.  
   Unos años después, el filósofo Martin Heidegger me descubriría que esos estados de aburrimiento profundo son una
   de las manifestaciones de la nada. Nada menos, che. Y nada menos que por esas naditas llegué a la revelación del jazz.
   Unos años después, entre lecturas del pintor Kazuya Sakai —argentino y japonés— y el profesor japonés Teitaro Suzuki,
   difusor del budismo zen,    se me revelaría que lo de la revelación se llama, para los budistas zen, el satori.
   —Bueno, sí, ñato, acabala, que revelación o satori o nada heideggeriana, todavía no dijiste cómo pasó lo de que se te reveló el jazz.
   —Lo que pasa es que yo quería una introducción a la Errol Garner y me parece que me salió más bien estilo Charlie Kunz.
   —Si no te ofendés, sí. Y, además, sigo en ayunas. Contame, ñatungo, cómo se te iluminó la lamparita, digo la lampajazzita.
   —Bueno, mirá, el fato es que estaba en casa de mi abuela y no sabía cómo salir del aburrimiento. Y me puse a buscar entre los  
       libros que mi tía Orieta había dejado en la casa. Y ese día encontré dos libros que me puse a leer con gran interés. Uno, que
       se llamaba «Los siete locos», era viejísimo y de un tal Roberto Arlt. El otro se llamaba «Historia del jazz» y era de un tal Robert
       Goffin. Dos Robertos, si cabe, para Norberto. Uno porteñísimo y el otro belga. Después supe que el belga, además de escribir
       sobre jazz, fue poeta y abogado muy famoso en Bruselas. Pero en ese momento, me cautivó el tono del prólogo, una cosa llena
       de entusiasmo y amor por una música llamada jazz.
   —Así que entraste en el jazz a libro puro.
   —Sí y no.
   —Dale, pibe, no te hagás el interesante.
   —Sí y no, che, no hay caso. Y el caso es que me acuerdo de cuando tenía cuatro años y a una cuadra de la casa de mi abuela, en
       la que había sido su casa anterior, mi tío Raúl me hacía escuchar discos de Artie Shaw, de Benny Goodman, de Tommy Dorsey
       y de Harry Roy en su victrola (pronunciar «vitrola»). Bueno, Harry Roy no tiene mucho que ver, pero en la época en que leí el
       broli de Goffin y hasta un poco después, yo creía que Harry Roy, el inglés, tocaba jazz. Y me gustaba su versión de Bugle Call Rag.
   —Así que te daba por las orquestas grandes norteamericanas de la época del swing, si entiendo bien.
   —Bueno, era lo que escuchaba yo en esa época. Lo que a mi tío le gustaba bailar. Y los discos que él se compraba. Así que durante
       mi infancia siempre anduve enloquecido por esas orquestas y algunas  más que al jazzómano que llegué a ser le da un poco de
       vergüenza nombrar: Ted Weems o Freddy Martin. Allá por 1952, el tío Raúl me regaló su victrola a manija, una valijita de color
       marrón con la que por fin me sentí dueño de un tocadiscos y un montón de discos de 78 r.p.m. Fueron la base de mi primera colección
       de discos. En la colección del tío había además mucho Harry James, algo de Duke Ellington y mi versión preferida de Jazz Me
       Blues —con esos títulos traducidos al castellano que dan ganas de llorreír (sí llorar y reír al mismo tiempo), fijate «El jazz me entristece»
       — por los Bobcats de        Bob Crosby. ¿Puedo agregar un interludio a lo Charlie Kunz?
   —Si no hay más remedio…
   —El libro de Goffin me enloqueció. Así aprendí (banda de sonido contradictoria: «Así aprendí/Que hay que mentir/Para vivir decentemente»)
       que entre la música que me gustaba había cosas que eran jazz y       otras que no. Y me di cuenta que lo que más me gustaba de lo que me
       gustaba era precisamente el jazz.
   —Pero eso no tiene nada que ver con Charlie Kunz, boludo.
   —'Perá, peráaa… Yo en ese momento no lo sabía, sólo me di cuenta mucho después de que el broli de Goffin lo había traducido un gran poeta
        argentino llamado Enrique Molina y que Goffin era poeta y  amigo de los surrealistas. Y resultó que Molina era surrealista y que la Editorial
        Argonauta que publicaba el libro era propiedad del Dr. Aldo Pellegrini, fundador del surrealismo en Argentina, poeta, crítico de arte, médico.
        Poco tiempo después de leer yo el libro de Goffin, el Dr. Pellegrini, que trabajaba con mi papá, también médico, empezaría a guiarme en mis
        lecturas y búsquedas culturales, hasta convertirse en algo así como mi «padre espiritual».
   —Sí, querido, sí. ¿Y el jazz?
   —En esa época, allá por 1954 ya iba clasificando lo que escuchaba de acuerdo con los criterios de Goffin. Cuando publicó su historia del jazz,
       Goffin era bastante tradicionalista en jazz, lo que los franceses llaman «panassieísta» o sea, como Hughes Panassié, defensor a ultranza del jazz
       tradicional y de la idea de que el jazz es creación de negros exclusivamente. Explotados y estafados por un sistema racista que en cierto modo
       les ha robado la paternidad del jazz. Y hoy día creo que sí y  no, ¿sabés?
   —Y dale con el «sí y no», esquenún.
   —Bueno, mirá, ese es un tema que da largo y lo metí como una extrapolación de una cita de un tema ajeno a lo que quería decir esencialmente.
       Como las «citas» de Dexter Gordon, si querés. Bueno, volviendo al tema. Enre los discos comprados por mi tío Raúl y los discos
       comprados por mi papá, había algunos de los Hot Seven de Louis Armstrong y uno de Armstrong con los Mills Brothers, que me parecían
       de lo mejor que tenía, claro. Hasta que el destino y unas vacaciones en Mar del Plata en el verano del 1954-55, si no me equivoco, me hicieron
       conocer a Carlos Iramain. Jugábamos al bowling —en las canchas del Casino— y hablábamos de jazz. En el «juke-box» de una heladería
       del centro de Mar del Plata, escuchábamos los poquitos discos de jazz que había. Y Carlos, que es un año mayor que yo, me explicó que también
       había una cosa llamada «jazz moderno» y que Charlie Parker y Dizzy Gillespie… Carlos y yo fuimos bastante inseparables hasta mi primera
       larga ausencia de Buenos Aires de 1959 a 1961 y seguimos tan inseparables deespués de 1961, al volver yo a Buenos Aires (Carlos es mi
       hermano en jazz y nunca dejaré de estarle agradecido por lo que vivimos juntos en esos años). También me dijo que escuchara el programa
       semanal «Jazz moderno» de Basualdo, los martes a las 22, por Radio Splendid, si no equivoco. Y ya estamos escuchando la musiquita con
       zapateo norteamericano de la casa Tonsa, que patrocinaba el programa, y la cortina musical: el fragmento de Concerto To End All Concertos
       por Stan Kenton en el que los trombones muy graves preparan el contraste para que entre el saxo tenor de Vido Musso. Y hasta creo
       acordarme de lo que escuché la primera vez que sintonicé el programa: media hora dedicada a los músicos nórdicos como Lars Gullin,
       Bengt Hallberg, Gösta Theselius, Arne Domnerus…
   —No te hagas la enciclopedia, che.
   —No me hago, es natural. En ese año de 1955 me fui comprando discos de 78 r.p.m. en las casas que los estaban liquidando. Como si fuera hoy,
       me acuerdo de una casa de la avenida Córdoba, a mitad de cuadra, entre Suipacha y Esmeralda, vereda sur, donde me compré mis primeros
       discos propios de jazz. Eran un Savoy, de etiqueta negra, con Ko-Ko de Charlie Parker en una cara y Fat Girl de Fats Navarro en la otra, y
       un Jazz Sélection, etiqueta blanca con letras verdes, de Thelonious Monk con Misterioso de un lado y Off Minor del otro. No garantizo, a tantos
       años de distancia, que los temas estuvieran acoplados así, pero me atrevo a decir que sí. Con esto del jazz moderno, empecé a apreciar los discos
       de Kenton que había en casa, comprados por mi viejo: unos Capitol de etiqueta negra. Los temas de uno de ellos eran Minor Riff, con solos del
       trompetista Chico Alvarez y el trombonista Kai Winding que me gustaban mucho (y un solo introductorio del bajista Eddie Safranski), y
       Chihuahua, con un conjunto vocal fenomenal. En otro, las dos caras eran cantadas: Tampico, por June Christy, y And Her Tears Flowed
       Like Wine, por Anita  O'Day.  Este tal vez no fuera un Capitol de etiqueta negra, sino violeta, como los que compré después, editados en
       Argentina. Y Carlos Iramain  me llevó al Bop Club.
  —Así que te pusiste a bailar bop.
  —Callate, afrancesado, yo no bailaba ni bop ni nada. Eso de bailar bop es cosa de las cuevas de Saint Germain des Près. Y además no tenía
      nada que ver con el estilo musical bop. El Bop Club Argentino era un club fundado por músicos y algunos aficionados a finales de los años
      40 para  tocar jazz moderno. Las sesiones del club se hacían en la sala de actos de la YMCA, en San Martín, casi esquina Corrientes, entre
      Corrientes y Lavalle,  vereda este.  No me acuerdo a quién escuché la primera vez que fui, pero por la época, ponele que fueran Horacio
      Malvicino, en guitarra, Wizemberg o Lalo Schifrin en piano, Cerros Mira o Pinocho Mitchell en bajo, Pichi Mazzei o Rudy Lane en batería,
      el Bicho Casalla en trombón, el Chivo Borraro en clarinete (todavía no se había pasado al saxo tenor), el Bebe Eguía y Jorge Barone en tenor.
      Músicos como el Chivo y Malvicino estaban prácticamente en todas las pizzas (jam sessions en criollanqui) del bop, infaltables. El Bebe Eguía me
      parece que también. Los recuerdos son medio borrosos en cuanto a los trompetistas, pero en ese año de 1955 debo haber oído ya a Rubén Barbieri
      y a Jorge López Ruiz, el Flaco —que todavía tocaba  la trompeta— y al  Gato Barbieri en alto —todavía no se había pasado al tenor—.
      Recuerdo que en un concierto de fin de temporada, en noviembre, en el teatro Empire,  Esmeralda entre Corrientes y Sarmiento, vereda sur,
      a unos pasos de la confitería Cabildo, sí oí, creo que por primera y única vez, a  Arturo «Centopeia» Dantas, el pianista brasileño, cuya vida
      terminó trágicamente. Muchos años después, Jorge Navarro, pianista fantástico, me contaba que un tío lo llevaba, cuando tenía Navarro
      apenas doce años, a escuchar a Dantas. Navarro insistía en el virtuosismo deslumbrante de Centopeia.  Mis recuerdos son pobres.
      Cuando lo escuché, todavía estaba demasiado verde para darme cuenta de su valor. En ese mismo concierto del Empire, creo
      haber oído por primera  vez a Roberto Pansera.
  —Y ahora te vas a poner a hablar de tango, porque Pansera tocaba con Fresedo. Dejalo para otro día.
  —No, querido, no. Pansera iba al Bop con el fuelle y tocaba jazz. Y también tocaba piano y hacía jazz. Me dijo un día Piazzolla —con el que he
      tenido algunos raros contactos— que él también iba al Bop, pero no tocaba. En 1955 Astor ya tenía formado el Octeto Buenos Aires y el otro
      bandoneonista  del octeto era Pansera. Después, cuando se pelearon Piazzolla y Pansera, entró el Gordo Federico.
  ---Pero, carajo, te dije que te ibas a poner a hablar de tango.
  —Bueno, es historia todo eso. Y a Piazzolla le gustaba el jazz moderno, pero Pansera se traía el fuelle y zapaba como un condenado. Y antes o
      después, le daba también al piano. No me preguntes si era buen jazzero, no me acuerdo. En esa época yo me estaba formando y no sabía gran cosa.
      En el Bop lo escuché también, pero creo que en 1956, a Jorge Viguier, el Rata, trompetista macanudo. De 1955 a 1958, creo que no me debo haber
      perdido ningún lunes del Bop ni ningún concierto de fin de temporada. En el Bop pude apreciar a otros músicos como los saxofonistas Enrique
      Varela, Arturo  Schneider, Hugo Heredia, Pichón Grisiglione, Marito Cosentino; los trompetistas Roberto Fernández, el inenarrable e inolvidable
      Gordo…  Ahora me entran dudas. ¿Lo conocí en el Bop al Gordo o después? Bueno, Cacho Mariconda anduvo por el Bop alguna vez con su
      trompeta, y ya me olvidaba de los hermanos Corvini, Alberto —Albertino— y Franco. Albertino era un asiduo del Bop y más improvisador que
      Franco. Otro trompetista con quien fuimos muy compinches en esa época es Américo Bellotto, hijo del director de orquesta Don Américo, pero
      creo que él  no tocó en el Bop; en todo caso mientras yo estuve en Buenos Aires, de la que me ausenté de 1959 a mediados de 1961. Trombonistas
      no había muchos, pero sí recuerdo al  Alemán Wulf. De los pianistas: Buby Lavecchia, Pocho Gatti, el Gato Zemma —con quien trabé amistad en
      aquellos
      lunes entusiastas del Bop—,  Santiago Giacobbe, Rubén Di Stasio, Horacio Larumbe… De los guitarristas recuerdo al desaparecido Rodolfo
      Alchourrón y a Oscar López Ruiz,  que después tanto colaboraría con Astor Piazzolla. De Alchourrón diría que tenía un estilo «taciturno» y
      elocuente al mismo tiempo. De los contrabajistas que me dio a conocer el Bop Club algunos fueron luego buenos amigos míos como el «Flaco»
      López Ruiz y el «Negro» Jorge González y otros me acompañaron con su música como Alfredo Remus, Aldo «Nene» Nicolini, Emilio Méndez…
      Entre los bateristas recuerdo especialmente a  Eduardo Casalla  «Casallita»… La memoria en este momento me falla.
  —A un memorioso como vos le falla la memoria, habrase visto.
  —Y… sí, que le vamos a hacer. Pero no me falla para acordarme de unas pizzas entre amigos con músicos a los que conocí en el Bop Club. En 1957 y
      1958,  si la memoria…
  —Te falla, querido, te falla, pero no puedo ayudarte.
   —Por esos años, se unieron dos mundos que hasta entonces habían existido paralelamente. Yo iba a las reuniones —conferencias, conciertos,
       recitales— de la Agrupación Nueva Música como iba a las reuniones del Bop Club. Nueva Música se ocupaba de música culta contemporánea y
       uno de sus socios era Francisco Kröpfl, compositor, con quien estudiaron algunos músicos de jazz, como Santiago Giacobbe. A través de Nueva
       Música —vanguardia musical— llegamos a las oficinas de la Editorial Nueva Visión —vanguardia en artes plásticas y música—, que estaban
       donde termina la calle Uruguay, en un edificio viejo y elegante. En uno de los ambientes había un piano. Es posible que la cosa se haya hecho
       a través de Felisa Pinto, secretaria de Nueva Música, que luego se casaría con Rubén Barbieri, el hermano mayor del Gato.
   —Pero, decime, ¿vos hablás de jazz o estás haciendo la crónica sentimental y mundana de un grupo de gente?
   —No lo que pasa es que hoy, por primera vez, me pregunto cómo llegamos a esas oficinas con piano y hago conjeturas. Lo concreto es que una
       noche me llevaron al fondo de la calle Uruguay y que las pizzas se repitieron muchas veces en Nueva Visión. Con Rubén Barbieri, el Gato
       Barbieri, Santiago Giacobbe, Jorge González, Remus y Casallita que formaban el grupo básico pizzero de la Editorial Nueva Visión. Agrego
       que más tarde los mismos músicos con algunos más formarían la Agrupación Nuevo Jazz y que de Nueva Música y Nueva Visión a
       Nuevo Jazz, se ve de donde viene la cosa.

       No se me apagan los recuerdos y podría seguirla a muerte, pero conviene dejar aquí por hoy la cosa. El jazz se lo debo tanto al tío Raúl
       como al libro de Goffin, que me enseñó a discriminar. Con Carlos Iramain, escuchando discos incansablemente, los sábados a la tarde,
       en su casa o en la mía, pasamos  momentos para mí inolvidables. Y para terminar, por hoy, un recuerdo de una de esas discadas —como
       dice Julio Cortázar en su novela «Rayuela» — interminables en que gastábamos con todas las ganas, «fatigábamos» hubiera dicho Jorge
       Luis Borges, discos de 78 r.p.m. y long plays. Llego un sábado  de comienzos de 1958  a casa de Carlos, Alsina 1782, 4° piso, casi
       esquina Entre Ríos y…
   —Norbe, hoy no vamos a escuchar jazz, vamos a escuchar tango.
   —Carlos, dejate de joder. A mí no me interesa.
   —No, vamos a escuchar a Piazzolla.
   —¿Y quién es Piazzolla?
   —Astor Piazzolla y el Octeto Buenos Aires. Tocan tango con un swing que te morís.
   —Carlos, andá al carajo, poné algo de jazz.
   —Mirá que está Malvicino en guitarra.
   —¿Malvicino? ¿Y qué hace una guitarra eléctrica en un conjunto de tango?
   —Te dije que es tango con swing, que es increíble.
   —Así que Malvicino… Y… bueno, ponélo, a ver qué pasa.
       Lo gastamos esa tarde el LP de 25 cm del Octeto. El primero que grabaron. Nos pasamos la tarde escuchando y reescuchando. Yo no lo podía
       creer.  Qué maravilla. En ese momento me impresionaron más los solos de Malvicino que todo el resto. Hoy, que soy académico correspondiente
       de la Academia Nacional del Tango, me sigue conmoviendo la música impresionante, increíble, inolvidable del Octeto Buenos Aires, grabado en
       1957. Y Malvicino, incansable bopero del Bop Club,  me llevó de vuelta al tango, lo que es otra historia. Pero también se lo debo a mi  hermano
       del jazzalma, Carlos Iramain. Como le debo el que me presentara un día de 1961 a un pianista y flautista llamado Fernando Gelbard, que ha
       querido abrirme las puertas de su sibemol.  Y yo, que soy especialista en meter la pata, le acabo de llover recuerdos en si sostenido mayor, que
       es una tonalidad que nadie usa. Y con razón.
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       Norberto Gimelfarb
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       (c) 2002 Norberto Guimelfarb